¿Por qué nos atrae la idea del "Fin del Mundo"? [reflexión].
Hemos nacido en un ambiente donde lo normal es que todo tenga un origen y un final; estamos acostumbrados a cosas finitas, de hecho, la muerte es un suceso nada extraño en nuestra naturaleza y muchas veces un algo del que somos testigos desde edades tempranas.
Es ésta tendencia en la naturaleza lo que hace a muchos pensar en que la vida misma tiene que tener un Origen. La Causa Primera que algunos llaman dios o dioses es [o son] los motores responsables de la existencia y, siguiendo la mentalidad finita, algún día dicha fuerza debería -en teoría- que extinguirse.
Orillados por lo acostumbrados que hemos estado a la muerte el ser humano siempre ha encontrado como lógico -de alguna manera- que su hábitat deba de tener algún final y con ello la idea del Fin del Mundo ha sido algo que nos ha acompañado en la joven historia de la humanidad.
Desde los tiempos en que existían los códices hasta la invención de la escritura cientos de personas -y comunidades- se han jactado de conocer, con exactitud matemática, cuándo y cómo la casa universal que nos alberga llegará a su fin.
Fue poco después de pasar el apocalíptico año dos mil -y que como suele pasar con las profecías catastróficas universales no sucediera nada más que pánico- que los mayas y su calendario [acá pueden ver una explicación simple y breve] comenzaran a tomar protagonismo. La fecha: veintiuno de diciembre de dos mil doce.
Y aunque solo poco menos que el diez por ciento de la población mundial le cree -a la irrisoria interpretación del calendario- a los mayas diversas organizaciones han salido a desmentirlos: la NASA y el Vaticano son de las más rimbombantes.
Como menciono, la idea del final de los tiempos ha sido, es y seguirá siendo algo que nos perseguirá y acompañará durante toda nuestra existencia como especie; un ejemplo de ello lo podemos encontrar en el año 1524.
Dicho año [el veinte de febrero] el conde alemán Von Iggleheim aterrorizado por una profecía de mil cuatrocientos noventa y nueve mandó construir una Arca -al mero estilo Noé- pues esperaba confiado un enorme diluvio que aniquilaría con la vida.
Cuando ése día llegó la gente se aglutinó esperando burlarse pero para su sorpresa comenzó a llover; las personas suplicaban ingresar al navío pero su constructor se negó generando que lo mataran a pedradas.
Ejemplos de profecías erradas sobran: en el 992 a manos del ermitaño Bernardo de Turinguia, en 1186 por el cardenal Juan de Toledo, en mil quinientos treinta y dos el teólogo Federick Nausea Viena más un largo etcétera se pueden, tranquilamente, usar como muestra aunque existe un vaticinio muy singular.
Hasta el dos mil doce la predicción más antigua de la que se tiene registro es una tablilla asiria -hecha de arcilla- que data del dos mil ochocientos antes de nuestra era.
Si, desde tiempos inmemorables el ser humano se ha preocupado y ha vaticinado el final de su existencia.
Lo que más me llama la atención de la profecía no es su antigüedad sino, más bien, el contenido ya que pese a datar de tan atrás en el tiempo pareciera estar hecha en pleno siglo veintiuno:
Nuestra Tierra se ha degenerado en éstos últimos días. Hay señales de que el mundo se acerca aceleradamente a su fin.
El soborno y la corrupción son comunes. Los niños ya no obedecen a sus padres. Todo hombre desea escribir un libro, y el fin del mundo evidentemente se acerca.
¿Realmente somos mejores que nuestros ancestros?
Creo que no, o al menos, no lo somos en lo que se refiere a nuestro comportamiento con la sociedad. Una Tierra degenerada, corrupta y sobornada es, sin duda, la mejor descripción de cualquier pueblo.
Lo peor de todo -luego de las decepciones globales que causan las profecías no cumplidas- es que no vemos en cada fecha profetizada una oportunidad para ser mejores.
No hablo de tomar al pie de la letra éso de los cambios de era o renaceres sino que a pesar de tantos años perseguidos por la idea de un final -que regularmente nos alcanza solo individualmente con la muerte- no somos una humanidad distinta.
Sí, tenemos caminos y puentes, volamos -dentro de un aparato, evidentemente-, nos movemos en carros impulsados por gasolina o luz solar, estamos a un clic de distancia con cualquier parte del Orbe, podemos comunicarnos desde casi cualquier punto del planeta pero no somos mejores.
La Tierra, nuestro amado planeta, sigue siendo degradada y su estado empeora cada día. Los individuos nos destruimos unos con otros, el amor al prójimo solo se vive en las más lindas fantasías y esperamos ansiosos el mejor momento para avanzar por medio de untos monetarios.
Seguimos igual -o peor- que nuestros adorados mayas, asirios o cualquier comunidad antigua y lo lamentable del asunto es que no hemos hecho nada ni haremos algo para mejorar la situación.
Por más que digan que el hombre [género] del siglo veintiuno [o veintidós, veintitrés, o los siglos que lleguemos] es superior al de las cavernas, la realidad -al menos antropológicamente- dista mucho de la afirmación utópica.
Es claro que algún día -dentro de millones de años- el planeta Tierra morirá, lo más probable a manos del Sol. Científicamente está predicho pero tal vez algún profeta logre profetizar, con fecha y hora, el suceso.
Quizá alguien lo viva o tal vez no lleguemos como especie a dicha etapa planetaria pero evidentemente antes seguirá habiendo muchos aventurados dispuestos a vaticinar lo peor durante todo lo que nos resta como historia humana: el final fatídico siempre nos fascinará.
Lo que queda claro es que el sentirnos preocupados por un final refleja lo insignificante que somos y nos sentimos como especie.
Recordemos que, evocando las palabras del astrónomo Carl Sagan: [la Tierra es] ... un pálido punto azul en el espacio.
La imagen que acompaña éste artículo fue obtenida en Flickr
La referencias a las diferentes predicciones las obtuve del sitio Apocalipsis Secular mientras que lo de la predicción asiria lo leí en un artículo del Chicago Tribune.
El vídeo con el que cierro éste artículo se puede visualizar en YouTube.
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